Qué pronto se acostumbra uno a lo bueno. Sólo hace tres años que pareces normal y ya te crees que realmente lo eres, hasta te piensas que puedes esquivar la emoción, permanecer frío, insensible.
Hace tiempo que descubriste el placer de responder "sin novedad en el frente" cuando te preguntan por tu vida, a sabiendas de que ya sólo preguntan por tus hijos, tu trabajo y tu afición: correr. Por eso cuando quieres ampliar un poco tu explicación esos son los tres apartados que nombras: la familia bien, el trabajo muy divertido (aquí haces una pausa y resaltas lo afortunado que eres de pasártelo haciendo algo por lo que, además, te pagan), y "bueno, ya sabes, corriendo todo lo que puedo, que es poco y lento, pero me lo paso muy bien y me encanta la gente de ese ambiente".
Por todo ello crees que servirá la táctica que has utilizado para no dejarte llevar por los nervios y la emoción al afrontar tu primera maratón, has decidido que parezca que estás un poco nervioso, incluso dejar que se asomen esos nervios cuando comentas la jugada y sale a relucir la palabra, pero te has concienciado de que en realidad lo que vas a intentar es correr durante cuarenta y dos kilómetros seguidos. Has suprimido de tu cabeza el término "maratón" y toda la carga sentimental, histórica y emocional que eso conlleva, así todo permanecerá en su sitio equilibrado y eso te permitirá correr, sonreír y no pensar, no recordar y, sobre todo, no rememorar.
Todo bajo control, has dormido toda la noche como un bebé. Te sorprende estar tan tranquilo: "Qué curioso -piensas- voy a intentar correr una distancia que no he corrido nunca y no me he acordado de ello en toda la noche, ni siquiera puse tres despertadores, ni recé un padre nuestro a las almas del purgatorio para que me despertaran en caso de que estos fallaran". Te has duchado. Habías planeado afeitarte, pero de puro "tranqui" y despreocupado al final no lo has hecho. La ropa es la de siempre para correr, con un poco más de abrigo, que ya refresca y esta carrera es en Zaragoza. Tu acompañante en esta aventura llega puntual, desayunáis y os vais para allá. La pirámide de copas de champán sigue reposando sobre la mesa sin el más mínimo tintineo ni la más mínima vibración, parece un roble centenario enraizado en mitad de un bosque... pero conforme te acercas al paseo de la Independencia, la calle de tu ciudad natal en la que más cosas pasan, en la que más cosas has vivido, por la que siempre es obligado transitar, vas viendo que, de nuevo, está ocupada por algo, y sabes muy bien por qué. Esta vez no es un concierto ni una manifestación, esta vez no vas de espectador. El arco de meta, las vallas, el cartel en el que está escrita
la palabra bien grande... vas allí a correr tu primera MARATÓN. Y te das cuenta de que, sin querer,
la palabra se ha escapado de la jaula que le habías fabricado en tu subconsciente y ha saltado a primera plana, y lo que es peor, ha dejado la puerta abierta y han salido todas esas cosas que hacía tres años estaban allí guardadas, con la máxima responsable a la cabeza... la enfermedad. Y la maratón y la enfermedad se miran extrañadas, y como son antítesis hay un amago de pelea, que se queda en amago porque la maratón, casi sin querer, ha aplastado a la enfermedad, y mientras asistes atónito a esa escena comienza a sonar en los altavoces del tinglado las primeras notas de
Salir corriendo , y aunque intentas comentar lo bien escogida que está la canción para el momento ya no puedes porque no sale la voz, la respiración es demasiado rápida y el corazón martillea demasiado fuerte, hasta hacer daño, y con un gesto de disculpa, mientras agarras el brazo a tu acompañante... rompes a llorar.