sábado, 19 de febrero de 2011

La servilleta.


  Seguramente soy un simple, quizá lo que voy a contar hoy a muchos de vosotros os parezcan tonterías, pero yo tengo la suerte de valorarlas como auténticas pepitas de oro, como pequeñas dosis de felicidad, de bienestar, como razones para mirar la vida con optimismo. Mis magdalenas de Proust personales.

  Aunque estés de pie no se te ocurre postura más cómoda que esa, un pie en el suelo y el otro apoyado en el taburete donde tu interlocutora está sentada. Los dos tenéis un codo sobre la barra y los ojos encarrilados en la misma autopista, solo salen de allí para volver a entrar y volver a colisionar. Kamikazes voluntarios. Las piernas de ella cuelgan abrazando la tuya, con eso valdría para que no te importara morir en ese instante. Saboreas el ácido de la cebolleta mezclado con el leve dulzor del palito de cangrejo y el salado de la anchoa esperando a cerrar el círculo de sabores con el amargo de la cerveza. Ella sonríe. 
Te das la vuelta para buscar el servilletero más próximo, estiras el brazo y tu mirada se cruza con la de los de al lado, un grupo de amigos que ríe escandalosamente. Enarbolan su cerveza como lo que quisiera ser un signo de armonía con la humanidad. Al volverte, el roce contra el cuello de tu camisa te trae el olor de tu colonia mezclada con la de ella, te trae también un leve escozor por lo apurado que te has afeitado hoy y notas la caricia del jersey nuevo. El mundo sigue ahí fuera y por un momento quieres pensar que se resume en tapas, cervezas, amigos, sonrisas y feromonas, y deseando que fuera así vuelves a tu escena mientras te limpias los labios y, antes de cerrar el círculo, te zambulles de nuevo en la piscina de sus ojos y le das un beso que sellará para siempre el destino de esa vivencia. 
 A partir de entonces esa sensación te acompañará cada vez que te des la vuelta para buscar una servilleta en un bar. Ojalá las evocaciones fueran siempre así.

  Otro día, otra magdalena.

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